Radiografía Informativa.- Aunque el 16 de julio de 1932 es la fecha en la que fue instituida la Guelaguetza como se conoce actualmente, los orígenes de esta festividad oaxaqueña se ubican desde la época prehispánica, así lo describe una investigación publicada en la serie Testimonio Musical de México, de la Fonoteca del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), de la Coordinación Nacional de Difusión, que este 2014 celebra 50 años de registrar, estudiar y difundir el patrimonio musical de los pueblos originarios de México.
En la parte noroeste del valle donde se asienta la ciudad de Oaxaca, se encuentra el Cerro de Bella Vista, Dani Lao Nayaalaoni, lugar sagrado donde los antiguos zapotecas, dice la leyenda, ofrendaban a los dioses agrícolas Pitao Cocijo (lluvia) y Pitao Cozobi (deidad del maíz) en agradecimiento por las cosechas recibidas.
En esos festejos se honraba a Centéotl, mazorca madura; Xilonen, la mazorca tierna o en jilote, y a Ilamatecuhtli, mazorca seca o señora de la falda vieja, en una actividad que generalmente llevaban a cabo a mediados de julio, cuando las milpas jiloteaban y los elotes estaban tiernos; según se desprende de la investigación de la Fonoteca del INAH, realizada (2004) por Benjamín Muratalla, Diocelina Conde Montes y Eduardo Luna Ángel (textos), y Martín Adelo Chicharo en la grabación, que se consigna en el número 42 de la Serie Testimonio Musical de México.
Los investigadores del INAH explican que durante esas festividades, antes de la Conquista, “las casas de principales y macehuales se adornaban con elementos de milpa: elotes tiernos, hojas, cañas y espigas. El ritual incluía compartir entre la comunidad los primeros frutos de la siembra y también el sacrificio de una doncella para ofrendar su sangre a los dioses, lo que significaba una reciprocidad entre los humanos y la divinidad”.
Las fiestas desbordaban en música de teponaztles, huéhuetls, flautas y sonajas. Los cantos eran plegarias y las danzas, reverencias; los alimentos derivados del maíz simbolizaban la esencia de los dioses; y las casas, narraba Fray Bernardino de Sahagún, eran adornadas con cempasúchil.
En el siglo XVI, aprovechando la consolidación de la festividad, los españoles erigieron una capilla a la Santa Cruz que, en 1679, fue convertida en iglesia de la Virgen del Monte Carmelo o Virgen del Carmen. Su celebración se hacía el 16 de julio y, con el tiempo, los ritos de los antiguos pobladores se fueron fundiendo con el catolicismo generando una nueva forma religiosa. Ello no desapareció la reciprocidad solidaria con el entorno natural y los espacios sagrados, y que hoy personifica la Guelaguetza o Guendalezaa, cuyo significado zapoteca es “reciprocidad, cooperación”.
De acuerdo con la investigación de la Fonoteca del INAH, las crónicas marcan que el altar mayor, así como toda la iglesia del Carmen, después de la Conquista, ya no eran adornados con flores de cempasúchil, sino con nardos y azucenas blancas.
Durante el virreinato, el Cerro de Bella Vista tomó fuerza como lugar de recreo; sin embargo, la mayor parte de la gente concurría en las festividades de la Virgen, donde destacaba la representación alegórica de un monstruo con apariencia de serpiente conocida como “la tarasca”, elaborada con cartón, varas, papel y telas multicolores que movían varios hombres ocultos en su interior.
Esta representación, traída a la Nueva España por los conquistadores, fue retirada en 1741 por el obispo Tomás Montaño, quien la consideraba práctica pagana, e instituyó en su lugar la danza de los gigantes, ejecutada a manera de comparsa en el atrio de la iglesia. En estos festejos no podía faltar la música de banda, “imprescindible y emblemática de los años venideros, pues ya para el periodo colonial, tomaría forma en los pueblos oaxaqueños, impulsada por los frailes franciscanos como parte de la evangelización”.
Por más de tres siglos la festividad cobró fuerza; sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX, durante la Reforma, las celebraciones religiosas poco a poco decayeron, reactivándose en 1932 con la celebración de los 400 años de la fundación de la Antigua Villa de Antequera, hoy ciudad de Oaxaca.
Cuando se invitó a las distintas delegaciones indígenas al acto (Valles Centrales, Sierra Juárez o Norte, la Cañada, Tuxtepec, la Mixteca, la Costa y el Istmo de Tehuantepec), el Dani Lao Nayaalaoni era conocido ya como El Cerro del Fortín, nombre recibido por las escaramuzas durante la lucha de Independencia y la Intervención Francesa.
Con el tiempo, la Guelaguetza se transformó en espectáculo cultural, y en la Rotonda de la Azucena del Cerro del Fortín, hace un despliegue musical, dancístico y de los atuendos tradicionales de los pueblos oaxaqueños, y en forma simbólica recuerda la reciprocidad entre ellos.
Esta comunalidad, como parte de la cosmovisión indígena, señala la investigación del INAH, tiene como sustento la reciprocidad entre las fuerzas divinas, proveedoras de la vida y los seres humanos; hoy se manifiesta en la organización de las mayordomías para sufragar, por ejemplo, las fiestas patronales, el tequio para obras comunales, en labranza para sembrar o cosechar con la ayuda de todos.
La Fonoteca del INAH posee una colección de más de 18 mil soportes de acervos fonográficos, reunidos a partir de 1964 por antropólogos como Irene Vázquez Valle y Arturo Warman Grij. Ellos comenzaron el registro de la música de culturas indígenas en una etapa en que la etnomusicología estaba en ciernes y la música tradicional era entendida como folclórica.
Los especialistas consignaron grabaciones de música huichol, tenek, nahua, mixteca, tzoltzil y mayo, entre otras, que actualmente conforman la plataforma de la colección más importante de música tradicional y popular de América Latina, y en la cual está registrada también la música y la danza de la Guelaguetza.